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Sobre el amor, la exigencia y la comprensión
Año Santo de la Misericordia
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Hay una verdad que, a menudo, queda desfigurada y olvidada: que el pecado y la virtud no se pueden apreciar exactamente considerando tan sólo lo que aparece en la superficie.
Pero las cosas no son simples y, por eso, sólo Dios puede juzgar a cada hombre. Sólo Él sabe lo que cada uno ha puesto de su parte para no desperdiciar las gracias recibidas, dada su personalidad y sus circunstancias individuales
Si todos naciésemos con los mismos dones naturales, si todos viviésemos rodeados de las mismas circunstancias, si tuviésemos todos las mismas oportunidades y afrontásemos las mismas tentaciones, podríamos decir: «Fulanito es bueno; Menganito es malo».
Todos tenemos limitaciones. Pocos son los que, cuando llegan a adultos, gozan de una personalidad perfectamente equilibrada. Además, las pasiones pueden ser muy fuertes, la voluntad, débil y el entendimiento, corto. Las condiciones de vida, adversas y nuestro entorno social, desfavorable.
Dios conoce todo esto, y, a cada uno de nosotros, sólo nos pide que hagamos lo posible para afrontar nuestra situación personal con energía y constancia; que luchemos, por muchas que sean nuestras caídas o nuestros fracasos.
Dios no espera de nosotros tanto una victoria completa o definitiva como un esfuerzo constante. Es lo que intentamos, más que lo que logramos, lo que Dios juzgará en su momento
Puede ser que nada de esto tenga aplicación en nuestro caso. Tal vez hemos gozado de una situación en la vida que nos ha facilitado enormemente evitar el pecado. Pero Dios espera mucho más de nosotros. No basta con ser «buenos»; nos quiere santos.
El mejor ánimo que podemos recibir es que Dios nos conoce y valora nuestras limitaciones y nuestras circunstancias
Pero lo más probable es que hayamos pecado, tengamos defectos serios y caigamos a veces en las tentaciones. En ese caso, lo que necesitamos es valor; que nos animen a luchar, no que nos claven rejones.
En la misma medida en que aumenta nuestro valor para esforzarnos por hacer la voluntad de Dios, debe aumentar nuestra comprensión por el prójimo y sus problemas. Esto quiere decir que no debemos escandalizarnos de los errores, debilidades y defectos de los demás. Así, nunca seremos críticos amargos, jamás murmuraremos.
Mi actitud hacia quien peca debe ser siempre de compasión, no de desprecio. Si puedo, le corregiré a solas, con caridad y energía, y, si no puedo, rezaré por él. Pero jamás una murmuración debe salir de mi boca
Debemos recordar siempre que, a pesar de nuestra situación privilegiada, tal vez estemos haciendo por Dios menos que «ese» que hace tan poco. La persona que critico o condeno, puede estar mejor considerado que yo a los ojos de Dios.
Nunca conoceremos todas las influencias ocultas que determinan los actos de los demás: cómo fueron sus padres, qué pasó en su juventud, qué amargas experiencias han tenido. Pero Dios sí lo sabe y todo lo tiene en cuenta. ¿Cómo, sin saberlo, me atrevo a erigirme en juez de la virtud de mi prójimo?
La compasión es, sin duda, un elemento fundamental de la caridad con el prójimo. Seré capaz de calibrar si la tengo, analizando mi espíritu crítico.
Uno de los rasgos más característicos de Nuestro Señor, fue precisamente éste. Junto al pozo de Jacob, se compadeció de la Samaritana, que vivía en concubinato. Y también de los publicanos, que tenían fama de deshonestos. Y de María Magdalena, pecadora pública
Sólo con los fariseos se mostró Jesús sumamente severo. Hombres respetados y cultos, pero que condenaban a los demás y oprimían a los humildes. Y como Jesús era Dios y leía en sus corazones podía juzgarles, y lo hizo. Nosotros, sin embargo, no tenemos derecho. Cuando acudan a nuestros labios palabras amargas que creemos justas, recordemos que no somos Dios, que no podemos leer en los corazones. Nos compadeceremos, rezaremos y guardaremos silencio.
Nuestra vecina es un ama de casa chapucera y torpe. De acuerdo, ¿pero recibió la misma educación que tú? ¿Goza de buena salud? ¿Es una mujer feliz, o desgraciada?... Su marido es un fanfarrón, que no cesa de darse importancia. Sí, pero ¿sabes por qué?, ¿conoces el complejo de inferioridad que tal vez le abruma, la necesidad que tiene de autoafianzarse?...
Aquella pobre viuda que vive enfrente es insoportable. No sabe hablar más que de sus dolores y de sus achaques. De acuerdo, pero ¿te has dado cuenta de que vive sola, de que es desgraciada y necesita alguien con quien desahogarse?...
Mi jefe es un tirano, un hombre insufrible que trata a sus subordinados como esclavos y no tiene jamás una palabra amable. No lo dudo. Pero ¿has pensado las frustraciones e inseguridades que le conducen a comportarse de manera tan desagradable?...
Consideraciones como éstas son las que impulsan a tener compasión, a ser comprensivo y a evitar la murmuración y la crítica amarga.
Dios no nos pide nunca más de lo que somos capaces de hacer. Conoce nuestra capacidad, pero también nuestras limitaciones. Haremos todo lo que podamos y Dios pondrá el resto.
Siendo compasivos, descubriremos, que tener caridad es mucho más divertido que ser resentidos, amargos y críticos. En la murmuración y la crítica, hay siempre un veneno que corroe el corazón
Trataremos al prójimo amablemente, porque lo comprenderemos. La compasión y la comprensión proporcionan un optimismo, una creatividad que engrandece el alma.
Si somos compasivos, seremos más felices. Además, hay pocas virtudes que tanto nos acerquen, como ésta, al corazón de Cristo.
Fuente: Leo J. Trese, Dios necesita de ti
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