Muchas conversiones, curaciones de heridas provocadas por la vida en la calle... Ser sacerdote con estos muchachos no es simplemente cumplir un programa; es dar la experiencia de Dios Amor, ser testigo del amor ilimitado de Dios que es capaz de cambiar, por alquimia divina, el dolor en amor.
He de confesar que padezco de claustrofobia, y que el andar entre barrotes, policías, puertas chirriantes que se abren y cierran, rostros sombríos... era un espectáculo que contrariaba permanentemente mi sensibilidad. Pero mi conciencia de pastor me reclamaba para cumplir con uno de mis deberes dentro de la nueva parroquia. No tenía nombramiento de capellán pero, una vez aceptado por las autoridades carcelarias, empecé mi trabajo con algunas visitas esporádicas, la celebración dominical de la misa, ciertos ratos para atender confesiones y consejerías.
No me era fácil, y en mi mente me esforzaba por ver, a la luz de la fe, la presencia viva de Cristo sufriente en cada uno de los presos. Él mismo dijo: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,36).
Entre las diversas secciones que visitaba habitualmente había una conocida como «los calabozos», en donde permanecían encerrados quienes mostraban mayor agresividad. La puerta de acceso estaba celosamente custodiada y eran contadas las personas que entraban y salían por ahí; entre ellas, un servidor. Solo, pero bajo la atenta mirada del centinela, iba pasando por delante de los oscuros y desolados cubículos para saludar brevemente, bendecir y entregar algún objeto religioso o lectura apropiada a sus desventurados ocupantes.
Y, bien, un día cualquiera, uno de ellos me invitó a que me acercara, al tiempo que me decía: «Padre, ¿puede confesarme?» Asentí a su petición, feliz por la oportunidad que se me ofrecía de brindar paz, libertad y gozo a alguien que cargaba con el peso de quién sabe qué clase de pecados.
Pero, en un abrir y cerrar de ojos y con una increíble habilidad, me agarró el brazo izquierdo, me arrebató el reloj y desapareció como una sombra y, como si nada, se sentó en el camastro pegado a la pared. Yo grité y, conmigo, los compañeros que se despacharon con expresiones fuertes. El policía, por su parte, entró al momento para ver qué había sucedido.
Vuelto sobre mí, me asusté, porque, además, me había hincado las uñas en la muñeca, de la que empezó a salir sangre. «¡Denúncielo!», insistían los compañeros de la sección. Pero yo, dirigiéndome al que seguía inmóvil, sentado, le dije que le perdonaba de corazón y que se podía quedar con el reloj; que nos volveríamos a ver próximamente.
Ya en la casa parroquial y a la hora de acostarme, me reafirmé en mi actitud de comprensión y perdón, y no sé qué santo me inspiró el que tratase de endulzar su triste situación y ganármelo con unos chocolates en cada visita. Y así lo hice durante el tiempo que permaneció en la cárcel.
Lo pasaron a otra. Para la fecha del traslado ya era un hombre muy distinto: arrepentido de cuanto había hecho de malo; el primero en todos los actos de piedad y formación; amiguísimo mío.
Durante su permanencia en la nueva prisión -único caso-nos mantuvimos en constante relación telefónica, siempre por iniciativa suya, pues yo me limité a atender periódicamente a la esposa y tres hijos, quienes, también por su propia iniciativa, me visitaban de cuando en cuando. Por cierto que, en más de un aparte, la madre me alegraba sobremanera aludiendo a la posible vocación sacerdotal del segundo de los hijos, que le repetía: «Mami, yo quisiera ser como el padrecito...»
Llegados aquí, no debo omitir el referirme al reencuentro con mi amigo. En cuanto salió libre se me apareció radiante de luz; me estrechó contra su pecho y me sorprendió con una elegante caja llena de chocolates... Pronto se integró al apostolado social de su parroquia y hoy es el coordinador de la pastoral carcelaria de la diócesis.
¿Y el hijo? En cuanto le fue posible ingresó en una congregación religiosa dedicada a la educación.
Miro hacia atrás y me digo a mí mismo: «Mereció la pena haber sido capellán penitenciario. Mereció, y merece la pena, ser sacerdote».
Juan Luis Mendoza Ortiz
San José (Costa Rica)
100 historias en blanco y negro
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