El parroquiano, consternado, me preguntó si yo podía hacer algo. Le dije: «Yo sé que Dios puede hacer algo, así que voy a rezar por esta intención». Pasaron algunas semanas y el feligrés vino para decirme que el aborto estaba programado para la siguiente semana, la mañana del martes. «Padre, ¿hay algo que usted pueda hacer para detener esto?».
Le dije: «Como católicos, creemos en la fe y en las obras, así que puedo llamar a la mamá y hablar con ella, y tú también puedes hablar con los demás familiares para salvar al bebé con tu promesa de mantener al bebé una vez que nazca».
Llamé a la mamá, aunque yo no la conocía ni pertenecía a la parroquia. Después de presentarme y explicar el motivo de mi llamada, me dijo que su hija era demasiado joven para tener un niño; que en realidad sería ella quien tendría que hacerse cargo del bebé, además de los crecientes gastos, pues ella misma era madre soltera. Después de narrar los motivos de su zozobra, yo le dije amable y afectuosamente: «Ese niño es su nieto». Hubo unos momentos de silencio y entonces ella agregó: «Lo sé, pero mi hija es muy joven e inmadura, y esto arruinaría su vida. La decisión ya está hecha; ella va a abortar». Le prometí entonces que la apoyaríamos si salvaba el bebé, pero ella respetuosamente rechazó la propuesta.
El siguiente fin de semana yo estaba dirigiendo un retiro para adolescentes. Había ahí dos chicas embarazadas, y en la misa conclusiva invité a todos, incluso a los bebés aún no nacidos, a rezar por un milagro para que viviera el pequeñín que querían destruir dos días después.
La mañana siguiente, en la misa del lunes, pedí a los fieles ofrecer la misa por esta intención especial, para que se diese un cambio de corazón. Luego de la misa, hice una última llamada telefónica, pero la mamá ya se dirigía a la ciudad, que estaba a 4 horas de camino, con su hija y su nieto. Me desilusioné y quedé muy triste.
Al día siguiente, martes por la tarde, aquel feligrés que me había llamado vino emocionado diciendo: «¡El bebé se salvó, ella cambió de opinión en el último minuto y decidió no abortar!». El aborto estaba programado para las 7:00 am. Una hora antes la niña dijo a su madre: «Mamá, yo no quiero hacer esto». La mamá le preguntó: «¿Estás segura? Al menos, déjame llamar a la clínica». Llamaron a la asistente social, quien les pidió encarecidamente que por lo menos fueran a la clínica para hablar personalmente, pero la hija estaba totalmente decidida. Entonces la mamá le dijo: «No, no vamos; nos vamos a casa con nuestro bebé». Paradójicamente esto había sido decisión de la hija. Yo nunca pude hablar con ella porque era una jovencita, pero Dios se encargó de hablarle directamente.
El siguiente fin de semana conté a la parroquia entera la hermosa historia de cómo el niño se había salvado. Muchos parroquianos se apuntaron para ofrecer su ayuda para el bebé. Lo más sorprendente de todo fue una noticia que me comunicó un hermano sacerdote dos días después, porque había escuchado nuestro caso. Los cuarenta días de la campaña pro-vida estaban llegando a su fin, y los pro-vida estaban triunfantes porque una asistente social había renunciado a su trabajo, diciendo que no podía continuar aconsejando a la gente que abortara. Eso fue un martes, el mismo día en que el bebé se salvó. ¿No podría esta asistente social ser la misma que había hablado a la joven?
Fui a ver a la madre y a la hija con un regalito, para ofrecer nuestro apoyo y oraciones. Un mes después, en la Ultreya, hubo un cursillo de fin de semana. Les narré a todas las adolescentes la historia y quedaron profundamente conmovidas, especialmente aquellas dos adolescentes embarazadas, que estaban llorando. Pudo haber sido por su intercesión pues, ¿podría Dios resistir las peticiones de estas dos mamás y las de sus bebés en su seno?
Yo todavía me conmuevo cada vez que repaso estos sucesos.
Douglas Anthony Mac Donald
Antigonish (Canadá)
100 historias en blanco y negro
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