No puedo hablar y tampoco puedo andar

 

Querido Santo Padre:

Gracias por estar con nosotros, por ayudarnos con su palabra y con su ejemplo a seguir a Jesucristo.

Soy Lourdes, disminuida física. Mi discapacidad me afecta al habla. No puedo hablar y tampoco puedo andar; por ello debo utilizar una silla de ruedas.

Durante mucho tiempo he vivido angustiada. A menudo me he preguntado cuál era el sentido de mi vida y por qué me ha pasado esto a mí. Esta pregunta ha sido constante y la prueba ha sido dura. Durante años la única respuesta ha sido descubrir cada mañana que estaba siempre en el mismo sitio: atada a una silla de ruedas. A veces he sentido que me habían arrancado la esperanza. Me sentía como si llevara una cruz, pero sin el aliento de la fe.

Un día descubrí a Jesucristo y cambió mi vida. El Señor con su gracia me ayudó a recobrar la esperanza y a caminar hacia delante. Ahora, cuando veo a otros jóvenes enfermos al lado mío pienso que mi cruz es muy pequeña comparada con la de ellos, y me gustaría mostrarles cómo yo encontré al Señor para transformar su dolor en un camino de esperanza, de vida y de santidad.

La fe fortalece mi vida. Cada día me pongo en las manos de Dios. Él me da fuerza. El me ayuda siempre a superar los momentos difíciles y ha puesto a mi lado muchas personas que me quieren y me animan a seguir con alegría mi camino de fe.

Santo Padre: soy una joven como todos los que le acompañan en esta tarde. Soy consciente de que tengo una minusvalía, pero me siento útil y, por ello, alegre. Sé que mi silla de ruedas es como un altar en el que, además de santificarme, estoy ofreciendo mi dolor y mis limitaciones por la 1glesia, por Vuestra Santidad, por los jóvenes y por la salvación del mundo.

En mi Via-Crucis me siento alentada por el testimonio de Vuestra Santidad, que lleva también sobre sus hombros la cruz de la enfermedad y de las limitaciones físicas y, además, el dolor y el sufrimiento de toda la humanidad. ¡Gracias, Santo Padre, por su ejemplo!

Lourdes Cuní
Testimonio de la Vigilia de Cuatro Vientos, 3 de mayo de 2003
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La Cruz en mi vida

Dice un himno de la Liturgia de las Horas: "... Que cuando llegue el dolor / que yo sé que llegará /que no se me enturbie el amor /ni se me nuble la paz. " Y ese creo o,mejor dicho, quiero que sea el centro de mi ofrecimiento. Todos los días ofrezco mi labor cotidiana, mas también hago ofrenda de mi vida al que es mi Creador. Yo, como dice el Santo Padre, quisiera ser Luz para el mundo. Que todos aquellos que me contemplen vean reflejada la gloria de Dios Padre en mi silla de ruedas.

Observad las ruedas de mi silla: son los clavos de Jesucristo. Contemplad el reposacabezas: es el letrero donde dice quien soy (un siervo de Dios que quiere hacer su Voluntad, aunque a veces, tal vez a menudo, me rebelo); porque lo que sí tengo demasiado claro es que no soy santo, PERO QUIERO SERLO. Observad mi cuerpo retorcido, no soy yo sino Aquel quien me sostiene en su pecho. Y también quien me conduce, quien guía mis pasos, es la Humildad de Nuestra Madre: María; porque a ellos no se les ve, pero son el motor de este peregrinar por el mundo.

No quisiera ser vanidoso (que lo soy), no quisiera ser orgulloso (que también lo soy) pero siento y experimento todos los días que Dios me ha elegido, como a muchos de vosotros, para ser escándalo de la Cruz, como diría San Pablo. A veces la gente se me queda mirando con extrañeza; en ocasiones yo les miro desafiante, no comprendiendo que es a Cristo a quien ven. Este mundo rehúsa el dolor, yo lo acepto para completar la Redención de Cristo en este mismo mundo.

¡Viva Cristo Crucificado¡ ¡Viva Cristo Resucitado¡

José Javier

Testimonio de la Vigilia de Cuatro Vientos, 3 de mayo de 2003
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Mi vida dependía única y exclusivamente del alcohol

Hace unos catorce años mi vida dependía única y exclusivamente del alcohol. Tenía un buen empleo, una familia, y no le daba demasiada importancia al hecho de que cada día necesitaba beber más para desarrollar mi trabajo. Lo que empezó como eso que llaman "bebida social", terminó haciéndome esclavo de la barra de los bares.

Me parecía que si dejaba de beber sería incapaz de hacer las cosas más sencillas, que la vida no tendría ningún sentido y que aquello de tomar copas era parte consustancial a mi existencia. La convivencia matrimonial se fue deteriorando, no en un día, si no a lo largo de interminables meses; la falta de respeto a la vida familiar, mis continuas discusiones y mis borracheras hacían de mi hogar un verdadero infierno.

Trabajaba como jefe de área en una multinacional y mi tarea consistía en hacer visitas en el ámbito de gerencia. Naturalmente mis jefes se dieron cuenta de mi progresiva dependencia a la bebida y no tuvieron más remedio que cesarme en el puesto de trabajo. Yo, como casi todos los que beben en demasía, no me enteraba de la triste impresión que producía en los demás.

Al poco tiempo me abandonó mi esposa.

Durante un año estuve dando tumbos, emborrachándome de buena mañana y llegando a la noche en condiciones deplorables. Mi única ilusión era conseguir una botella de vino. La meta más importante de mi vida era conservar la borrachera y vivir entre los vapores del alcohol. Si alguien dice que la bebida ahoga las penas yo puedo asegurarle que no es así. Las penas y los problemas flotan en cualquier copa de vino.

Poco a poco fui perdiendo a los amigos. El desmoronamiento en el que estaba inmerso me hacía imposible el conseguir algún empleo. Es más, tampoco lo buscaba. La bebida tiene una tremenda capacidad para ocultarte el porvenir si hoy has conseguido tu ración diaria de copas, el mañana no existe. Ante este engaño te despreocupas de las cosas más necesarias.

Me cortaron la luz y el agua. Más adelante se llevaron el teléfono. Debía ya unos cuantos recibos del alquiler. A todo esto mi familia no sabía nada de mi situación y yo, por un falso orgullo mal entendido, no les pedí ayuda.

En mi casa andaba con velas y por la noche bajaba hasta la calle para llenar un par de cubos de agua en una fuente pública. Me acostaba pensando de dónde sacaría cien pesetas para conseguir un litro de vino peleón... Esa era la meta de mi vida, ninguna otra.

Había perdido la familia, el trabajo, las relaciones sociales y el respeto a mí mismo. Y tengo que decir que no pisaba una iglesia desde hacía más de veinte años. Una noche llegué borracho a mi casa, como de costumbre. Encendí una de las velas y mirando a mí alrededor me di cuenta, por primera vez en muchos meses, de mi lamentable estado. Aquel día estaba desesperado.

Tenía un crucifijo en mi habitación, lo miré y aquella noche me arrodillé y llorando le dije: "¡Si tú no me sacas de este pozo, yo no puedo salir!"

Unos días más tarde, mientras estaba en un bar de mi barrio, se acercó una mujer a la que conocía vagamente. Yo seguía tomando mis copas y ella, después de hablar de otras cosas, me dijo: "Jesús te ama". Naturalmente me la tomé a broma. "¿Cómo puede Jesús quererme a mí, con la vida que llevo y riéndome de todas esas cosas de iglesia?" Y pedí otra copa.

Nos fuimos viendo, ella hablándome de Dios y yo siguiendo con la bebida. Un día me habló de un grupo de oración, en una iglesia cercana; me invitó a conocerlo. Me negué en redondo. Pero otro día y algunos más, insistió. Al fin, para quitármela de encima y no parecer un maleducado, acudí a aquel grupo de oración de la Renovación Carismática Católica. La primera impresión que saqué es que todas aquellas personas estaban locas. Levantaban las manos, cantaban. Pero algo había allí. La oración era sencilla pero directa. Parecía que el Señor estuviera sentado, acompañándoles, en cualquiera de aquellos bancos. Volví otras veces. En uno de aquellos días, intuyendo mi situación, se presentó en mi casa aquella mujer que me había invitado al grupo. Me traía comida. Naturalmente yo no había contado a nadie mi situación personal, pero no era difícil entenderla.

Empecé a trabajar en algunos empleos de corta duración y todavía seguía bebiendo. Algunos meses más tarde uno de los hermanos del grupo me proporcionó un empleo estable en un aparcamiento. En el grupo yo no habría la boca, no cantaba y me sentaba lo más cerca posible de la puerta...

Un día me confesé, después de muchos años. Pero no podía comulgar, no me había perdonado a mí mismo. Más tarde ya lo hice. Volví poco a poco a la iglesia, participaba un poco más en el grupo y mi vida iba normalizándose. Recuperé la luz, el agua, el teléfono y hasta me compré un coche de segunda mano... Pero todavía tenía el hombre viejo en mí. No había dejado totalmente el alcohol. Llevaba dos años trabajando cuando un día caí al suelo y no podía levantarme. Aquello pasó, pero unos días más tarde sucedió lo mismo. Me llevaron al hospital y después de una noche de exploraciones me dijo el médico de guardia: "Tienes un agujero en el pulmón como un puño, el hígado hecho polvo y una polineuritis". Y se quedó tan tranquilo. Tenía, pues, una tuberculosis y todo lo demás. Cuando todo parecía que iba viento en popa llegaba la enfermedad. Estuve ingresado en el hospital en situación verdaderamente grave.

Pues, bien, le doy gracias a Dios por ello, porque me sirvió de acicate para dejar definitivamente la bebida y para ver la vida de otra forma. Estuve casi siete meses sin poder andar, sentado en un sillón, viendo cambiar el color de las hojas de los árboles. Gracias a la oración de los hermanos mi curación fue, según los médicos del hospital que me trataban, espectacular. La tuberculosis quedó completamente curada, la polineuritis ha desaparecido, ando perfectamente, y en los controles hepáticos todo es normal.

Siendo importante la curación física creo que lo más importante ha sido mi sanación espiritual, porque ésta trae como consecuencia la otra. Todavía me queda mucho camino por recorrer, pero después de mi experiencia del poder salvador de Jesús el camino se hace más fácil. Hace ya nueve años que no pruebo ni una sola gota de alcohol. Y no es mérito propio. El Señor quiso que pudiera entrar en todos los bares del mundo sin que me apeteciera tomar una sola copa. Y sigo en el Grupo de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, de Barcelona, en el Santuario del mismo nombre, y veo que el Señor actúa en nuestras vidas diariamente, en las pequeñas cosas, como un amigo al que siempre se puede acudir.

Éste es mi testimonio, para mayor gloria de Dios. El Señor está vivo entre nosotros y a Él le debo que me sacara del pozo en el que había caído. Y animo a los que tengan problemas con la bebida a que acudan al médico que puede curarles: Jesús.

José Antonio Godina Miñana

 

Murió mi hermano en Irlanda en  un atentado terrorista

Querido Santo Padre:

Me llamo Guillermo Blasco. Tengo 19 años, pertenezco a una familia de seis hijos y estudio arquitectura técnica. Nací el día de la Inmaculada y la Virgen me ha llevado siempre bajo su manto. Estudié en el Colegio de Ntra. Sra. del Recuerdo de Madrid y mis padres me han educado en la fe.

Desde niño, Santo Padre, he sentido en mi corazón algo grande. En 1999 peregriné a Santiago de Compostela con un grupo que surgía de las manos de la María: los Montañeros de la Asunción. Ese camino me hizo un bien inmenso. Allí sentí que Cristo quería algo más de mí.

El 15 de agosto de 1998, día de la Asunción, murió mi hermano Fernando en Irlanda en  un atentado terrorista. Tenía 12 años. Este hecho marcó mi vida de adolescente. Esa misma noche, cuando supe lo ocurrido, llamé hasta la madrugada a todos los hospitales de Irlanda. Al día siguiente, se confirmó la terrible noticia e, inmediatamente, fui a Misa con mi padre.

Entre la perplejidad y el miedo, una pequeña luz se encendió en el horizonte. Era la luz del camino de Santiago, algo que había penetrado hasta lo mas profundo de mi ser. En la comunión encontré una fuerza que jamás hubiese imaginado. Nunca había visto el poder de Dios en las personas. Cuando mis padres perdonaron a los asesinos de mi hermano, su testimonio se gravó a fuego en mi corazón. Desde entonces tengo la convicción de que la Virgen ha intercedido de una forma muy especial por mi familia.

La muerte de mi hermano supuso un gran cambio para mí. Mi familia se unió como una piña, y gracias al ejemplo de mi madre, comencé a ir a Misa todos los días antes de ir a clase. Lo necesitaba. Había descubierto que Jesús es el mejor amigo, del que nadie me puede separar. Vi también que necesitaba la fuerza interior que me da la Eucaristía.

Fueron tiempos duros, Santidad, pero la comunión diaria, y el testimonio cristiano de mis padres mantuvieron a flote mi esperanza. Peregriné a Javier, a Santiago en 1999, y en el 2000 participé con Vuestra Santidad en la inolvidable Vigilia de Tor Vergata. Allí sentí que el Espíritu Santo se derramaba sobre nosotros, igual que en esta tarde lo hace en Cuatro Vientos.

Al año siguiente, Cristo quería darme algo más; algo que sólo se da a quien se quiere de verdad. Me dio a su madre, a María, a quien me ha ido enseñando el inmenso amor de su Hijo. Y le ofrecí mi vida. Me consagré a ella. Desde entonces soy de la Virgen y ella no ha dejado de protegerme.

Desde aquel día, y para siempre, intento a través de la oración, ofrecerle cada cosa que hago: cada entrenamiento, cada lámina que dibujo... Ella me ha ayudado a saborear la oración, el diálogo con el Amigo que nunca falla, que sólo me pide que me deje amar, que sólo desea colmarme de gracias. Por eso, permítame Santidad que invite a mis hermanos los jóvenes a compartir el amor de María, el amor de Cristo, el Amigo fiel que nunca permite que nos sintamos solos, que sólo nos pide que le dejemos llenar nuestro corazón de su amor y que en esta tarde nos hace esta pregunta: ¿Quieres ser mi testigo, quieres ser amado?

Estoy convencido, Santo Padre, de que el secreto de la vida de Vuestra Santidad es su amor a la Virgen, expresado en el lema TOTUS TUUS. De ahí nace su fuerza para recorrer el mundo entero, a pesar de la enfermedad y los achaques físicos, como testigo de la verdad y del amor de Cristo. Gracias, Papa amigo, por venir a España y por enseñarnos que María es el camino mas corto para llegar al Señor.

Guillermo Blasco
Testimonio de la Vigilia de Cuatro Vientos, 3 de mayo de 2003
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Hacer presente el amor de Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de barro

Querido Santo Padre:

Soy la Hermana Rut de Jesús. Tengo 28 años. Pertenezco al Instituto de Hermanas de la Cruz, fundado por La Beata Ángela de la Cruz, que mañana canonizará Vuestra Santidad. Ingresé en él a los 20 años. Aunque soy juniora de votos temporales, estoy comprometida con Jesús para siempre, con un amor indiviso, en una vida de oración y de servicio a los más pobres, enfermos y abandonados en sus propios domicilios. Les lavo la ropa, les arreglo la casa, les hago la comida, curo sus llagas, los velo por las noches,... y lo más importante, les doy todo el amor que necesitan, porque en la oración Jesús me lo regala. Dios es amor (1 Jn 4,8) y yo se lo devuelvo amando a los pobres, entregándoles mi juventud y mi vida entera.

Antes de ingresar en el Instituto, era una joven normal: me gustaba la música, las cosas bellas, el arte, la amistad, la aventura,... Había soñado muchas veces con mi futuro. Pero un día vi por la calle a dos Hermanas que me llamaron la atención: por su recogimiento, su paso ligero y la paz de su semblante. Eran jóvenes como yo. Me sentí vacía y en mi interior oí una voz que me decía: ¿qué haces con tu vida? Quise justificarme: estudio, saco buenas notas, tengo muchos amigos,.. Me quedé mirándolas hasta que desaparecieron de mi vista mientras yo me preguntaba: ¿quiénes son? ¿a dónde van?.

Como Nicodemo, invité a Jesús en la noche de mi inquieto corazón y en la oración entré en diálogo con Él. Con Él sentí la llamada de tantos hermanos que me pedían mi tiempo, mi juventud, el amor que había recibido del Señor. Y busqué, y me encontré con la mujer que estaba más cerca del misterio de la Cruz de Jesús, junto a María: Sor Ángela de la Cruz. Ella se había configurado tanto con la Cruz de Jesús que se hizo amor para los pobres que sufren. Me cautivó y quise ser de las suyas.

Y aquí estoy, Santidad. Consciente de lo que he dejado. He dejado todo lo que los jóvenes que están con nosotros en esta tarde poseen: la libertad, el dinero, un futuro tal vez brillante, el amor humano, quizá unos hijos... Todo lo he dejado por Jesucristo que cautivó mi corazón, para hacer presente el amor de Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de barro.

Tengo que confesarle, Santidad, que soy muy feliz y que no me cambio por nada ni por nadie. Vivo en la confianza de que quien me llamó a ser testigo, me acompaña con su gracia. Gracias, Santo Padre, por su vida entregada sin reservas como testigo fiel del Evangelio, por fortalecer nuestra fe, avivar nuestra esperanza y abrir nuestro corazón al amor ardiente del que sabe perder su vida para que los demás la ganen. Gracias, Santo Padre, por su vida, que a muchos de nosotros nos ha marcado. Gracias por venir a decirnos a los jóvenes de España que el mundo necesita testigos vivos del Evangelio y que cada uno nosotros podemos ser uno de esos valientes que se arriesguen a construir la nueva civilización del amor, porque lo que nosotros no hagamos por los pobres, contemplando en ellos el rostro de Cristo, se quedará sin hacer. Gracias de nuevo, Santo Padre.

 

Hna. Rut de Jesús (Instituto Hermanas de la Cruz)
Testimonio de la Vigilia de Cuatro Vientos, 3 de mayo de 2003
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