Scott y Kimberly Hann:
Una llamada a los católicos a ser cristianos bíblicos (y viceversa)

 

Scott y Kimberly Hann, estadounidenses y padres de familia numerosa, ofrecen en el libro Roma, dulce hogar (Editorial Rialp, Madrid) el testimonio de su conversión al catolicismo. Se trata de una peregrinación espiritual que transforma toda su vida. Desde entonces los Hann ofrecen charlas por todo su país y graban cintas que se difunden por el mundo entero. Del libro Roma, dulce hogar, cuya lectura recomendamos, recogemos ahora, por su interés, la conclusión.

Ya hemos contado nuestra historia. Para terminar, queremos dar gracias a Dios por su gracia y su misericordia. También queremos hablar brevemente del desafío que Dios nos ha planteado en su Palabra.

A nuestros hermanos y hermanas católicos queremos animarlos y motivarlos a conocer mejor la fe católica, que ha sido confiada a nosotros como un patrimonio sagrado. Por vuestro propio bien -y el de los demás- estudiadla, para saber qué creéis y por qué lo creéis. Leed la Sagrada Escritura diariamente. Es la inspirada e infalible Palabra de Dios escrita para vosotros, como la Iglesia católica ha enseñado sistemáticamente a lo largo de este siglo, especialmente en el Concilio Vaticano II. Creed en ella. Usadla para hacer oración. Memorizadla. Sumergíos en ella, ¡como en una tina de agua templada! Aprendedla bien, para que podáis vivirla más plenamente, y compartirla con más gozo. Ese es el camino para hacer la fe «contagiosa». ¡Necesitamos más católicos contagiosos!

Además de la Biblia, tened también un ejemplar del Catecismo de la Iglesia Católica y leedlo todo -de principio a fin- por lo menos una vez. Es indispensable para poner en práctica las enseñanzas del Vaticano II. De hecho, es «la clave del Concilio». Y ya que estáis en ello, ¿por qué no desempolváis los Documentos del Concilio Vaticano II? (los tenéis, ¿verdad?). Podéis dedicar unas cuantas semanas a refrescaros con el verdadero «espíritu del Concilio» sacado directamente de sus textos. El Vaticano II hace una llamada a la renovación, pero la respuesta a esa llamada se ha retrasado. Vendrá en cuanto los católicos normales y corrientes -como vosotros y como yo- den este paso fundamental. En realidad no es tan difícil; cualquier «buen cristiano» puede hacerlo.

El mensaje más importante del Vaticano II es la llamada universal a la santidad. Básicamente esto significa que todos -no sólo los curas y las monjas- están llamados a ser santos. Esto requiere que cada uno le dé la máxima prioridad a la oración, y oración diaria. El hombre moderno, especialmente, en la cultura occidental, suele estar «demasiado ocupado» para tener vida interior y crecer en ella; pero como católicos, sabemos que esto es absolutamente esencial, antes que todo lo demás. Haced cada uno un «plan de vida» que incluya la oración. Puede parecer fácil, pero a veces es realmente difícil; aunque nunca tan difícil como una vida sin oración diaria.

El fundamento de la vida católica deben ser los sacramentos, especialmente la Eucaristía. No podemos hacerlo nosotros solos. Cristo lo sabe y por eso ha instituido los sacramentos, para darnos su vida y su poder divinos. Debemos estar atentos para no participar en los sacramentos de modo inconsciente o distraído. No son medios mágicos o mecánicos para hacernos santos sin nuestra fe y esfuerzo personal. Un católico no puede estar en la Eucaristía como un coche que pasa a través de un lavado automático. Así no funciona. La gracia no es algo que se nos hace; es sobre todo la vida sobrenatural de la Trinidad injertada profundamente en nuestras almas para que Dios pueda hacer su hogar en cada uno de nosotros. Es la alianza que estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas en la Familia Católica de Dios. Cristo es el alimento de nuestras almas; no nos pongamos a dieta.

Los católicos que ya cultivan la oración, el estudio y una vida basada en los sacramentos, deben también ser apóstoles más activos allí donde se encuentren: en casa, en el trabajo, en el mercado, pero especialmente con la familia y los amigos. En los años recientes la Iglesia católica ha perdido literalmente millones de miembros que se han pasado a denominaciones o congregaciones fundamentalistas y evangélicas. Esto crea nuevas y estimulantes oportunidades, no sólo de convencer a ex-católicos para que vuelvan a la Iglesia, sino también de mostrarles a los no católicos nuestra fe como realmente es: basada en la Biblia y cristocéntrica.

Hemos de reconocerlo: muchos cristianos no católicos nos ponen en vergüenza. Con su Biblia en la mano y su gran celo por las almas, hacen mucho más con menos medios, que muchos católicos que tienen la plenitud de la fe en la Iglesia, pero que están raquíticos y adormilados. ¡Es tanto lo que compartimos con los demás cristianos en cuanto a la verdad que la Biblia enseña sobre Cristo! Pero a ellos les falta nada menos que la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Por decirlo de forma sencilla: ellos estudian el menú mientras nosotros disfrutamos de la Comida! Pero con demasiada frecuencia, ni siquiera conocemos los ingredientes, y no podemos compartir la receta. ¿Acaso nos pide demasiado nuestro Señor a los católicos, al decirnos que hagamos más, mucho más, por ayudar a nuestros hermanos separados a descubrir en el Santísimo Sacramento al Señor que tanto aman? Si nosotros no lo hacemos ¿quién lo hará?

Queremos también compartir este reto con nuestros hermanos y hermanas en Cristo que no son católicos. Con amor Y respeto damos testimonio de la fidelidad de nuestro Dios a su alianza, quien a lo largo de las épocas ha creado la gran familia de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Pablo se refiere a esta Iglesia como «el hogar de Dios», que es columna y, fundamento de la verdad (1 Tim 3,15). Esta es otra forma de decir que la familia de Dios ha sido establecida y autorizada divinamente para mantener la verdad revelada.

Dios crea su familia en una sola iglesia. Un padre es glorificado por la unidad de su familia; un hombre es desgraciado cuando tiene hijos separados. La unidad real significa identidad de vida que se experimenta en la unidad de fe y de práctica. Todo esto se aplica a la Iglesia de Dios: un Padre santo es capaz de preservar su única familia santa, y esto es lo que ha hecho con la Iglesia católica.

Es de esta Iglesia de la que Cristo habla: «Construiré mi Iglesia.» No es tu Iglesia ni es la mía; es de Cristo. Él es el constructor; nosotros sólo somos herramientas. Engrandecer la Iglesia no es despreciar al Señor. La Iglesia católica es su obra. Reconocer la grandeza de la Iglesia católica -su autoridad divina y testimonio infalible- es nada menos que enaltecer la obra redentora de Cristo. Consecuentemente, rechazar la autoridad y desdeñar el testimonio de la Iglesia -aun cuando se haga con un malentendido celo por el exclusivo honor de Cristo- es desafiarle a Él y a la plenitud de su gracia y verdad. Con muchas dificultades, Saulo aprendió esta lección.

La Iglesia católica es llamada también el Cuerpo Místico de Cristo; el Espíritu Santo es su alma. Un cuerpo sin alma es un cadáver; un alma sin cuerpo es un fantasma. La Iglesia de Cristo no es ni una cosa ni otra; pero a duras penas se la podrá llamar cuerpo si carece de unidad visible. De no ser así, Pablo no la habría llamado Cuerpo de Cristo, sino simplemente su Alma. Pero el alma está hecha para dar vida al cuerpo, no para flotar alrededor sin él. Cuando el alma cumple su cometido, todas las partes y miembros del cuerpo están vivos y saludables. Dentro de la Iglesia católica, estas partes y miembros son llamados «santos». Los santos irradian la vida del Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo. Este es entonces el propósito del Espíritu Santo, mantener el Cuerpo visible de Cristo vivo en la verdad y la santidad. Así lo ha estado haciendo durante dos mil años: y eso que ha hecho se llama Iglesia católica. No es, pues, casual que en el Credo de los Apóstoles estos elementos estén tan estrechamente conectados: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos...»

En el centro de esta visión católica está la Trinidad. Dios es una familia eterna de tres Personas Divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Alianza es lo que nos capacita para participar en su propia vida divina. Para nosotros eso significa nada menos que la participación de nuestra familia -como hijos de Dios- en la comunión interpersonal de la Trinidad. Esto es lo que los católicos llaman gracia, gracia santificante. Este elevado concepto de la gracia es la base de cada una de las creencias católicas. Ya se trate de María, el Papa, los obispos, los santos o los sacramentos, todo es hecho posible por gracia de Dios viva y activa. Dios lleva nuestra naturaleza caída más allá de si misma por gracia divina. (La palabra clave aquí es «más allá de» -«y no en contra de»- ya que la gracia no destruye la naturaleza, sino que construye sobre ella: para sanarla, para perfeccionarla, y para elevarla de modo que pueda compartir la vida de Dios). Llamar a la Iglesia católica la «familia de Dios», entonces, no es una metáfora; es una aserción metafísica. Es de hecho el misterio de nuestra fe.

Es verdad que Jesucristo quiere tener una relación personal con cada uno de nosotros como nuestro Salvador y Señor. Pero Él quiere mucho más que eso: nos quiere en alianza con Él. Yo puedo tener una relación personal con el vecino de mi calle, pero eso no significa que él quiera que me mude a si¡ casa y comparta su hogar. También Cesar Augusto se proclamó a sí mismo señor y salvador de todos sus súbditos romanos; pero él no murió en una cruz para que ellos pudieran ser sus hermanos y hermanas.

Jesucristo nos quiere en la Nueva Alianza que Él ha establecido por medio de su carne y su sangre, la misma alianza que renueva en la Santa Eucaristía. Cuando su sacrificio por nosotros es renovado en el altar, nos reunimos en la mesa familiar para la sagrada comida que nos hace uno. Jesús quiere que conozcamos no sólo al Padre y al Espíritu Santo, sino también a su Bendita Madre y a todos sus santificados hermanos y hermanas. Él desea también que vivamos de acuerdo a la estructura familiar que estableció para su Iglesia en la tierra: el Papa y todos los obispos y sacerdotes unidos a él.

Volved a casa en la Iglesia fundada por Cristo. La Cena está preparada, y el Salvador nos llama: «He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3, 20).


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